Cuando tuvo que abreviar las
cosas más importantes por las que pasó en esas horas, sólo pudo recordar
aquellos momentos que siempre le traían lágrimas: la pérdida de sus muelas, y
de Angel.
Y no era idea suya hacer estas
cuentas, qué iba a saber ella a sus años. Pero pasó por casualidad, que se
enteró de semejante barbaridad. Por un vecinito suyo, de apenas cinco años, que
le ofreció sacarle la cuenta.
Un millón de horas vivdas.
Miraba sus recuerdos, con ollas
humeantes, lana para armar colchones, pisos de madera por virutillar… toda su
vida habían sido ese par de manos, las que llenaron sus días de un sinfín de
cosas por hacer. Para ella, para su marido, para su hijo Angel.
Y entre ese ir y venir,
atendiendo y sirviendo, no alcanzó a pensar en lo que su vecinito llevaba al
dedillo.
Un millón de horas.
Y si bien sentía algo de
vergüenza por no haber estudiado una profesión, y por haber perdido a su marido
en brazos de otra, sabía que nada de lo hecho fue en vano. Y la razón no era
explicable con palabras, no… era algo que sentía muy dentro de su corazón, que
le decía que todo estaba bien. Que lo hecho y que aún seguía haciendo estaba
bien.
Era esa energía extraña y
especial que la levantaba antes de las ocho de la mañana, a limpiar la acera de
su casa. Lo primero para mantener equilibrio y orden en su casa. Su orgullo
delante de sus vecinas… esa acera siempre limpia, ese jardín siempre pulcro.
Y así fue que me la encontré
aquella tarde. Con energía para regalar, una viejecita encorvada, barriendo con
ahínco esa pulcra acera.
Todo un mundo. En un millón de
horas.
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