Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Tanto como valoraba el descanso, tan sagradamente como respetaba sus horarios, pensando siempre en cumplir con sus intensos ensayos, pero no podía…
Leía de corrido la partitura. Conseguía hacerlo un acto mecánico, descifraba los códigos pensando en mil cosas y sintiendo el latido interno de cada compás, haciendo a su cuerpo y el instrumento un mismo corazón.
Y nada parecía anormal. Pero ocurría cada noche. Fuera en Roma, en España o en Concepción. No quería admitir que fuese ella, una gran concertista, la loca sonámbula que colgaba todo lo que pillaba en los muros…
Pero sí, lo era. Sin pensarlo ni planearlo, colgó corbatas, revistas, zapatos y todo lo que su nocturno paseo le dejara a la mano.
Y la verdad era que, aunque quiso ocultar y olvidar su origen humilde, esa costumbre no la dejó ir. Marcó su niñez. Nunca quiso contarle a nadie.
Sus juguetes. Todos esos juguetes, en sus cajas, colgados y usados una vez al año, por años. Colgados, mirándola con muecas de risa y burla. Apenas usados, infinitamente odiados. Los mismos que la atrapaban en locas fantasías cada cierto tiempo.
Juguetes que desterró con el sonido potente de su instrumento. Que la acechaban de lejos, en su memoria, cuando el público la aplaudía de pie tras cada concierto.
Y así nada parecía anormal. Pero ocurría. Y nunca, nunca iba a admitirlo.
Nunca más iba a mirar atrás.
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