La señora Rosales lloraba por su
pañuelo perdido, con tanta pena que incluso quienes nada la conocían sentían
tristeza por ella. Apenas ocurrió el atraco, varios transeúntes se acercaron a
auxiliarla, y una vez conocidos los hechos suspiraban y hacían aquella mueca
tonta, boca abierta, que quería decir: ¡qué pena! o ¡a mí qué me importa!
Ella no pensaba en eso. Tampoco
en las monedas de plata que tenía guardadas en su bolso perdido, no… ni
siquiera se acordaba que tenía puesto un zapato menos que lo usual o que las
medias se le habían bajado hasta los zapatos con la agitación…
Pensaba en otros tiempos. Pensaba
en ese invierno, cuando compartió risas al inicio discretas junto al calor del
brasero, y luego sendas carcajadas. Pensaba en los saraos que compartieron, en
los disgustos que tuvieron con sus tan distintos gustos culinarios. Pensaba en
las cartas. Pensaba en cuando fue feliz.
Y pensaba en lo único que le
había quedado de aquellos años, luego que los malentendidos consecutivos los
terminaron alejando tanto…
La distinguida policía de la
ciudad la escoltó en su carruaje con solicitud y cortesía a su casa, donde
pudiera descansar del shock sufrido, todo ello encarnado en la compañía del
mayor de los conscriptos. Él, guiado por su poca vista, cayó consecutivamente
en uno y otro bache de la avenida principal… tras el incómodo viaje, el mayor
sugirió a la señora tomar una hierba para los nervios y dedicar el resto de la
tarde a descansar.
Obediente, siguió los sabios
consejos de la autoridad, tras referir entre lloriqueos desesperados toda la
aventura a su marido y fiel ama de llaves.
Y luego se puso a recordar el día
en que, tijera en mano, y para evitar más enredos, quitó el anagrama que tan
galantemente decoraba aquel pañuelo. Hilo tras hilo, el corazón hecho hebras,
hasta que sólo su recuerdo lo viera esplender.
Pasaron largas las horas de esa
noche, escuchó tumultos, ayes y algazara. Escuchó su nombre, su risa, los carruajes
entre los cuales lo vio partir aquella última vez.
Por la mañana y tras las tareas
rutinarias en su hogar, supo de la visita especial. Un campesino, sencillo e
ignorante, que por casualidad encontró el bolsito, sin monedas…
Pero con el tesoro aquel que
creyó finalmente perdido. Se sentó en el suelo producto de la impresión, se
quedó mucho rato en silencio, lloró amargamente… se recompuso, limpió su
rostro, arregló su moño, y agradeció.
Por haber vuelto a vivir.
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